Algunas personas se encuentran casi por casualidad la profesión a la que se dedicarán toda la vida. Otras, quizá, cambiarán de opinión a lo largo de sus días en distintas ocasiones. Varias acabarán trabajando en algo impuesto por su familia o bien por el mismo devenir de las cosas. La historia del chef Ricardo Sanz no se acerca a ninguna de estas situaciones. Resulta cuanto menos singular cómo desde pequeño el cocinero madrileño llevaba a sus amigos a casa después del colegio y les preparaba la merienda, casi siempre un bocata. Su pasión por la cocina estaba fraguándose ya a tan temprana edad. Terminó el colegio y el instituto y Sanz lo seguía teniendo claro. La cocina era lo suyo. Empezó a estudiar en una escuela de hostelería que no llegó a terminar, cursando unos tres años. Con sólo 22 años abrió un bar de hamburguesas y perritos calientes con la ayuda económica inestimable de su madre. No le ha asustado nunca el camino emprendedor ya que después puso en marcha, también, una cervecería y bar de tapas. “Así empecé a andar. El tema del negocio nunca me ha dado miedo”, comenta Ricardo.
Lo de su relación con la cocina japonesa es otro cantar pues sí que fue una combinación de circunstancias quizás más relacionada con el azar. Un amigo le llevó un día a un restaurante japonés y ¡sorpresa! “Me quedé alucinado y me enamoré al instante. Antes no había tenido contacto con esta comida. Me enamoré de lo que estaba comiendo y cuando me surgió la oportunidad me sumergí en ello”, explica el chef. Al entablar amistad con el jefe de cocina del establecimiento terminó presentándose esta oportunidad de trabajar con él como ayudante. El restaurante era Tokio Taro, situado en la calle Flor Baja de Madrid y su jefe de cocina, Masao Kikuchi. “Como el restaurante se llama Tokio Taro, hay una confusión de que yo estudié en Tokio, pero no. He estudiado en este restaurante de Madrid”, apunta Ricardo Sanz en un momento de nuestra agradable conversación.

 

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